La acción ocurriría en una biblioteca. Tal vez con Víctor
Hugo cerca.
La marcha hasta las tablas le resultaba difícil, pero me condujo. Realmente no era un teatro lejano. Podían convertirse en realidad los píxeles de la pantalla.
No hubo tragedias. Me
reclamó prolongar el momento bajo los estantes, pero el desenlace estaba
aristotélicamente decretado.
Regresé a mi butaca (duele menos ser espectador), cuando
me topé con ella. La ignoré, pero siempre había estado, callada, fiel, aguardando por devolverle los pasos.