lunes, 7 de diciembre de 2009

La luz como destino


Aunque yo vivo en España nunca olvido a mi nación, la hermosa tierra cubana y al pueblo donde nací, en Cuba, Sagua la Grande…
Antonio Machín


La Villa del Undoso ha motivado no pocas creaciones artísticas desde el polémico acto fundacional del 8 de diciembre de 1812, o quizás desde antes. Porque seríamos ingenuos, o poco rigurosos, si intentáramos reseñar el devenir ciudad a partir de entonces.

Como el “pueblo indio mercedado a Alonso de Cepeda; fuente de materia prima: madera para el Arsenal de La Habana y vega de Don Juan Caballero”, la define en su biografía de Wifredo Lam, Antonio Núñez Jiménez.

Se apresuró el francés Federico Mihalé a entregarnos en el primer tercio del siglo XIX un grabado donde apenas se reconocen los contornos del Undoso, rodeados de bohíos. Sagua –aún no tanto “la grande”- es un caserío. Pero correría con suerte gracias la fertilidad de las tierras y a la fácil comunicación con el puerto de La Boca (hoy Isabela); primero a través del río, luego por ferrocarril.

“El escritor que alguna vez redacte la historia de Sagua la Grande, tendrá que nombrarle con elogios”, vaticina Don Ramón de la Sagra en su “Historia económico-política, intelectual y moral de la Isla de Cuba”, aparecida en 1861.

El propio visitante, recibido aquí por “un anfitrión magnífico”: el teniente-gobernador Joaquín Fernández Casariego, elogia la prosperidad de la comarca y, al trasladarse hasta Isabela por el río, considera que “lo tortuoso del curso parece creado para multiplicar más y más las agradable sorpresas”.

En 1857, en el periódico “La alborada”, de Santa Clara, Esteban Pichardo publica su “Ligero paseo por Sagua la Grande” y describe la entrada del pueblo, no por donde lo hacemos hoy, sino a través del Desvío, cerca de la calle Real de Colón:

“Por una suave bajada y subida se cruza el río, que en las crecientes tiene su andaribel poco más arriba, e inmediatamente se presenta un grande y lúcido caserío, que nació ayer donde llamaban el Embarcadero y hoy se titula Sagua la Grande”. Entonces el río es “caudaloso, limpio y navegable”. Pichardo describe como expansión de vida “el olor a brea confundido por el de los azúcares y la vista de los mástiles y las embarcaciones”.
Durante el siglo XX no le faltarían descripciones enaltecedoras a la Villa del Undoso, incluso en el XXI. Fueron emocionantes las palabras de Pablo Armando Fernández al inaugurar una feria del libro en esta ciudad. “Sagua es la luz”, aseguraba el bardo.

También se enamoró de la Villa, Federico García Lorca. ¡Pudo haberse perdido también en Sagua! Aquí motivó el epíteto más audaz que jamás haya recibido: “Ipotrocasmo”. “¿Quién se ha atrevido a decir eso de los poetas contemporáneos?”, pregunta Emilio Roig de Leuchsering en un artículo publicado por la revista “Carteles”. El propio historiador aporta la respuesta: “Se llama Arturo Carnicer Torres. Vive en Sagua la Grande, casi, que así es de injusta la humanidad”.

Hasta los más íntimos detalles de la localidad han figurado en la letra impresa. Enrique Núñez Rodríguez se detiene en la descripción no sólo la del Instituto de Segunda Enseñanza y de las golosinas del café Fornos en la planta baja de este –en la esquina de las calles Carmen Ribalta y Martí. El escritor quemadense nos conduce con gracia a las inmediaciones del río, ya no para deleitarnos con el olor a brea de Pichardo, sino con la visión de una Sagua más oscura. Es necesario llegar a esta parte del libro “A guasa a garsín” para hallar las claves del título conferido a la obra póstuma de Núñez Rodríguez. Cámbiese el orden de las sílabas y sabrá el lector a que nos invitan. ¡También para eso es Sagua!

Pero la más hermosa crónica se la debemos a Jorge Mañach Robato. No porque haya nacido aquí, o quizá precisamente por eso. Advierte el agudo ensayista en sus “Glosas”, de 1926, que no está bien que los hijos juzguen a los padres; por eso se limitaría a describir las impresiones que su tierra natal la causaba. Sin embargo, no logra evadir la ironía tan cara a su estilo en un texto digno de las mejores antologías: “Las moscas hospitalarias”:

“Caen sobre vosotros con una ponderación que aterra. En vano ensayáis evadirlas: a la larga, pese a vuestros manoteos, sentirá la epidermis su choquecillo leve, viscoso y tibio (las moscas están como calientes de sol). Y os solicitan, os cercan, os rondan. Diríanse acreedores, o lacayos de casa encopetada. No pican jamás: son moscas paisanas, de una hospitalidad ejemplar”.

Pero es más tiernamente elogioso el autor de “Indagación al choteo” en otro pasaje. Mañach debió ser el primero que relacionó a “Sagua la máxima” con la luminosidad:

¡Qué nítida precisión la del caserío! ¡Qué deslumbramiento tropical en la retina! ¡Qué inexorable reverberación la de las calles blancas!...Es acaso la sensación más neta que se guarda de nuestra tierra: la luz.

De tal manera el arte ha perpetuado a Sagua la Grande, presente también en las canciones de Rodrigo Prats y Antonio Machín, y en el estilo geométrico del pintor José Ramón –Pepe- Núñez. Sagua la Grande, con inscripción de nacimiento que data de 1812; vetusta, pero todavía vital en su cumpleaños 197.

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