lunes, 30 de mayo de 2011

Una Lucía que abre puertas


En cuestiones artísticas, el éxito es cosa tan sutil y veleidosa que basta con un momento en la vida –uno solo- para tocar el cielo. Eso sucede con Eslinda Núñez. La propia actriz ha confesado que la acogida del filme “Lucía”, a fines de los años sesenta, había constituido para ella una sorpresa.

La Lucía de Eslinda, la más contenida de todas, no es menos imprescindible en ese fresco del devenir de la Isla logrado por Humberto Solás. Por su verismo, forma parte de lo mejor del cine iberoamericano la escena final: cuando le muestran a la frágil muchacha el cuerpo del novio asesinado en el contexto de la Revolución de la Treinta.

Son lo bastante buenas las tres Lucías: la de Adelá Legrá, la de Raquel Revuelta y l de Eslinda Núñez, como para merecer premios. Aunque en el caso de la santaclareña será imprescindible distinguir una trayectoria artística de ininterrumpido apoyo a la cinematografía nacional. “Amada”, “Un día de noviembre”, “Capablanca” y “La pared”, son otros títulos importantes de su filmografía. Unos meses antes de “Lucía”, había aparecido en un papel fugaz, pero insoslayable, a las órdenes de Tomás Gutiérrez Alea en “Memorias del subdesarrollo”: el de Noemí, la criada protestante que se muestra desnuda en los oníricos desvaríos de Sergio.


Pero su debut en el largometraje fue en 1963 con “El otro Cristóbal”. Probablemente el director francés Armand Gatti fue el primero en notar lo que luego demostrarían numerosos maestros del lente: Eslinda es una mujer extraordinariamente fotogénica. Apenas hay en ella zonas “menos favorables” para ser fotografiadas. Por eso, aunque se ha movido con soltura en el mundo de la televisión y el del teatro, puede considerársele una actriz del séptimo arte, apropiada para aparecer en esa pantalla enorme, capaz de consagrar –o de destruir- en una sola secuencia.

El lauro recién otorgado a Eslinda llena de alegría a los habitantes de Sagua la Grande, que la consideramos una hija más del Undoso. Ella misma, invitada en febrero a una muestra temática del Festival de Cine Pobre que tuvo lugar aquí, recordó que –aunque nació en Santa Clara- vivió años inolvidables de su infancia en predios sagüeros. No en balde cuando la directora Consuelo Ramírez la invitó a participar en la filmación de un cuento para la televisión, no lo dudó un instante. Tampoco podemos olvidarla como la figura femenina que acompaña el intenso periplo por la vida de Wifredo Lam que propone Humberto Solás en el documental del mismo nombre, facturado en 1979. La recuerdo durante aquellas jornadas de trabajo para la pequeña pantalla; amable, lo mismo con el equipo dirección, que con la vecina del parque que le brindo su sala para un ligero descanso entre una escena y otra.

La noté deseosa de desandar sola las calles de la ciudad, quizá con la intención de reavivar evocaciones. Pero no se apartó nunca de sus compromisos con el trabajo. Solo luego de terminar la filmación, insistió en evadir la transportación oficial para irse en bici taxi hasta la casa de visita donde se hospedaba en el reparto Victoria. Antes, compartimos un helado. Aunque...se tornó difícil encontrarlo.


Pasadas las nueve de la noche de aquel sábado, no aparecía en el centro de la ciudad un establecimiento que lo expendiera. Por más que insistimos los miembros del equipo de trabajo que la acompañábamos, no pudimos convencer a la camarera de la cafetería de “El rápido” para que nos vendiera algunos helados, al menos para llevárnoslos. Ciertamente habían transcurrido diez minutos desde la hora del cierre. Y estaban cuadrando.

Parecía bastante cuadrada la mujer, hasta que vio cristal por medio el rostro sonriente de la estrecha que nos acompañaba. Solo gracias a Eslinda, o mejor, a Lucía, pudimos saborear la vainilla.

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