lunes, 15 de septiembre de 2008

INCANSABLE CENTINELA EN LA IGLESIA PARROQUIAL


No voy a contar la historia de los afanes del hombre por medir el tiempo, por asignar a cada actividad segundos, minutos y horas. Desde el poético reloj de arena, hasta los modernos artilugios atómicos, la humanidad ha reverenciado a Cronos. Los relojes han sido testigos de mil y un acontecimientos. El tañer de sus campanas ratifica la condición de “observadores” privilegiados. Son de antes y de ahora. Ni viejos, ni nuevos; porque ellos, en su afán de demostrarnos lo volátil de esta vida, sí tienen el privilegio de estar fuera del tiempo.

Durante casi cien años un centinela incansable ha marcado las horas y los minutos de esta tierra de Sagua la Grande. El amor propició su llegada. El acaudalado Delfín Tomasino Bonet lo adquirió en memoria de la esposa. Es hasta ahora el segundo reloj en la historia de nuestra Iglesia Parroquial. Me resulta imposible precisar por qué el original, de 1860, fue sustituido; aunque se asegura que prosiguió activo por algún años lejos de su enclave primigenio, en el central Resulta.

Los sagüeros nos enorgullecemos de que nos recuerde la hora cada quince minutos. Realmente no son muchos los relojes públicos que lo hacen. Es curioso el modo de anunciarse. Tres de las cuatro campanas instaladas en la torre del templo, están conectadas al reloj. Las dos más pequeñas emiten una campanada cada una en el primer cuarto de hora. La cifra se duplica sucesivamente, hasta llegar a ocho a la hora en punto. Entonces, solo entonces, entra en acción la más emblemática de nuestras campanas. No es la Big Ben, ni el Carillón de Kremlin. Pero ganó junto a sus hermanas el elogio de Jorge Mañach, coterráneo poco dado a la alabanza.

A un amigo le pareció legendaria la historia de las campanas que, a diferencia del reloj, son tan antiguas como la parroquia misma. Pero Antonio Miguel Alcover, el más serio de nuestros historiadores, explica su procedencia con todo detalle: La campana mayor la donó la señora Serafina Jenks de Torices, de ahí que se le conozca con el nombre de la dama: “La Serafina”. La segunda fue donativo de otra fémina: Doña Concepción Montero. La tercera, la única que no funciona accionada por el reloj, fue obsequio de un devoto que ocultó siempre su nombre y la cuarta, mucho más pequeña y de sonido más agudo, fue adquirida por Ignacio Larrondo.

Reloj y campanas forman un conjunto que sigue nuestros pasos de cada día. Ni siquiera los vientos del huracán Ike detuvieron la maquinaria de este centinela. Eso sí, hasta él precisa de un buen hombre que engrase su vetusta osamenta y le brinde algunos mimos. Luego de algunos años de triste silencio, se hizo cargo de ello el ferroviario Tomás Angelino Rivera, quien espanta la nostalgia por las locomotoras de vapor, cuidando esta otra maquinaria, que no se desliza sobre rieles, pero sí por sobre nuestro espacio vital en la tierra.

Alguna vez no estaremos, pero el reloj permanecerá para ofrecer testimonio de nuestra época y las campanas seguirán tañendo. Campanas que, citando a Mañach, no son las siempre lentas, solemnes, sonoras o monjiles de Azorín; sino que suenan hondo como cuerdas de guitarra, atropelladas como en alarma, optimistas o fúnebres, netas a veces, y a veces como si estuvieran gloriosamente rotas.

Fuentes: Historia de Sagua la Grande, Antonio Miguel Alcover y Glosario, de Jorge Mañach.

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