Por estos días he pensado en algo que pudiéramos conceptualizar como orgullo nacional. No se trata precisamente de los aspectos esenciales que definen la existencia de la nación. Sino de otros aparentemente menos trascendentales.
El propio desempeño del equipo nacional de béisbol en el Clásico, devino asunto casi de trascendencia política, entre otras cosas, porque nuestros adversarios les dieron ese matiz antes que nosotros mismos.
Los criollos podemos sentir pleno orgullo de nuestros logros en el deporte, y también en la cultura. Tenemos una de las compañías de ballet clásico más importantes del mundo, en una nación donde apenas se practicaba este tipo de manifestación.
No podemos decir exactamente lo mismo de la industria cinematográfica; entre otras cosas, porque para hacer cine se precisa de mucho más dinero incluso que para la danza.
Sin embargo, no habrá que conformarse con aquello de que “nuestro vino es amargo…”. Es justo expresar que no fue hasta después del triunfo revolucionario que tuvimos una cinematografía verdaderamente cubana.
Apenas nos colamos en los grandes festivales: en los Oscar o en Cannes; pero ahora que se acerca el aniversario cincuenta del ICAIC habría que brindar por haber tenido aquí a un grupo de cineastas que, lejos de dejarse seducir por las alfombras y el oropel, decidieron hacer películas que sirvieran para entretener –como es lógico- y también para pensar, y pensar de manera crítica.
Es loable el empeño del joven gobierno revolucionario de dictar una ley –la primera en materia cultural- que favoreciera la creación fílmica a partir del 24 de marzo de 1959. Pero como era de esperarse de los más nobles empeños de este proceso único que vivimos los cubanos, el ICAIC también fue la voz de la conciencia colectiva.
No fue mero instrumento de propaganda. Sus obras, además de valores artísticos apreciados internacionalmente, ofrecen -de acuerdo con el término usado por Julio García Espinosa- una visión “incómoda” del entorno.
Eso justamente era lo que hacía falta: una Revolución dentro de la Revolución.
Con su inteligente mirada, el ya mencionado García Espinosa, Alfredo Guevara, Santiago Álvarez, Humberto Solás, Manuel Octavio Gómez, Fernando Pérez y, especialmente Tomás Gutiérrez Alea, nos propusieron mirar a Cuba y al mundo de otra manera.
Será ese el principal logro del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos: haber logrado hacer un cine eminentemente nacional con atisbos universales.
Y para salvar eso deberán trabajar los cineastas que surjan. Será con nuevos códigos estéticos, bajo otros presupuestos, sorteando las dificultades que impone la crisis internacional a las cinematografías del Tercer Mundo. Pero sin perder la voluntad de hacer y hacer bien. Para que los cubanos sigamos teniendo motivos para enorgullecernos del cine nuestro cine.
El propio desempeño del equipo nacional de béisbol en el Clásico, devino asunto casi de trascendencia política, entre otras cosas, porque nuestros adversarios les dieron ese matiz antes que nosotros mismos.
Los criollos podemos sentir pleno orgullo de nuestros logros en el deporte, y también en la cultura. Tenemos una de las compañías de ballet clásico más importantes del mundo, en una nación donde apenas se practicaba este tipo de manifestación.
No podemos decir exactamente lo mismo de la industria cinematográfica; entre otras cosas, porque para hacer cine se precisa de mucho más dinero incluso que para la danza.
Sin embargo, no habrá que conformarse con aquello de que “nuestro vino es amargo…”. Es justo expresar que no fue hasta después del triunfo revolucionario que tuvimos una cinematografía verdaderamente cubana.
Apenas nos colamos en los grandes festivales: en los Oscar o en Cannes; pero ahora que se acerca el aniversario cincuenta del ICAIC habría que brindar por haber tenido aquí a un grupo de cineastas que, lejos de dejarse seducir por las alfombras y el oropel, decidieron hacer películas que sirvieran para entretener –como es lógico- y también para pensar, y pensar de manera crítica.
Es loable el empeño del joven gobierno revolucionario de dictar una ley –la primera en materia cultural- que favoreciera la creación fílmica a partir del 24 de marzo de 1959. Pero como era de esperarse de los más nobles empeños de este proceso único que vivimos los cubanos, el ICAIC también fue la voz de la conciencia colectiva.
No fue mero instrumento de propaganda. Sus obras, además de valores artísticos apreciados internacionalmente, ofrecen -de acuerdo con el término usado por Julio García Espinosa- una visión “incómoda” del entorno.
Eso justamente era lo que hacía falta: una Revolución dentro de la Revolución.
Con su inteligente mirada, el ya mencionado García Espinosa, Alfredo Guevara, Santiago Álvarez, Humberto Solás, Manuel Octavio Gómez, Fernando Pérez y, especialmente Tomás Gutiérrez Alea, nos propusieron mirar a Cuba y al mundo de otra manera.
Será ese el principal logro del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos: haber logrado hacer un cine eminentemente nacional con atisbos universales.
Y para salvar eso deberán trabajar los cineastas que surjan. Será con nuevos códigos estéticos, bajo otros presupuestos, sorteando las dificultades que impone la crisis internacional a las cinematografías del Tercer Mundo. Pero sin perder la voluntad de hacer y hacer bien. Para que los cubanos sigamos teniendo motivos para enorgullecernos del cine nuestro cine.
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