¿Qué pueblo que se respetara no tenía mercado? De acuerdo con la opinión de Jorge Mañach Robato, como corresponde a los pueblos hispanos, la iglesia y el zoco constituyen el centro de la vida ciudadana. Poco después que a Don Juan Caballero se le ocurrió fundar un menudo templo donde hoy se halla el anfiteatro, tuvimos un mercado, que imagino bastante poco atractivo. Luego, más cerca de la nueva iglesia, delimitado por las calles Maceo y Carmen Ribalta, se construyó el que describe Mañach en sus crónicas de 1925.
Era un edificio con aire neoclásico pero, en honor a la verdad, carente de simetría y belleza. Nuestro insigne coterráneo habla de él como “vetusto caserón con la mampostería agrietada”. Sin embargo, el hacinamiento del zoco, con su verdura fermentada y su inadecuada centricidad, no le parecen tan mal. Y ofrece el retrato de morenas oleosas, tan viejas como el mercado, que mascan tabaco y venden hierbabuena y mangos.
Con el paso del tiempo y el aire de modernidad del cual tampoco escapó Sagua la Grande, aquel zoco se echó abajo para dar paso a una moderna instalación que, al estilo de Carlos Tercero, en La Habana, contó con un ascensor para facilitar el traslado de las mercancías hasta el segundo piso. Suerte de gran tienda por departamentos al mejor estilo USA que se inauguró a finales de los años cuarenta. Hoy el espacioso edificio racionalista alberga al centro telefónico.
Pero nuestra historia de establecimientos comerciales no termina aquí. En la entrada anterior mencioné a las casas de huéspedes. Pero quien tuviera más dinero podía escoger entre una veintena de hoteles con precios diversos. El “Canada”, del cual me contó pormenores días atrás Fabio Bosch Jr. No era de los más lujosos, pero proporcionaba cama y comida de calidad aceptable en un sitio muy céntrico: la esquina de las calles Maceo y Calixto García. Cerca de allí también estaba el Paradero, mucho más amplio. En la última década del siglo XIX se inauguró uno cuyo nombre daba la bienvenida a la centuria por venir: el Siglo Veinte, que tuvo uno de los mejores restaurantes de la Villa del Undoso.
En 1925 se inauguró El Telégrafo, en su momento uno de los hoteles más modernos de la ciudad. En la habitación número cuatro vivió y trabajó por décadas el periodista Tomás -Manino- Aguilera Hernández, acucioso investigador de la historia local y fundador del semanario Mensaje.
Por supuesto, el hotel más caro de la ciudad era el Sagua. Ningún otro disponía de ascensor y sus propietarios aseguraban que era el más lujoso de Cuba fuera de la capital. Pero existían otros hoteles pequeños: el Amaro, la Europa, el Nacional y el Unión. Lo mismo a los grandes que a lo más económicos, se podía acudir sencillamente para comer. Con frecuencia en sus salones se organizaban despedidas de solteros, cumpleaños, bailes y otro tipo de festejos.
Los cafés, donde lo mismo el aromático líquido podía combinarse con dulces, otros alimentos ligeros o refrescos, rodeaban el parque La Libertad. Se sabe de las animadas tertulias que sostuvo con sus anfitriones Federico García Lorca en el café Arizza cuando visitó a Sagua, en 1930. El Arizza se hallaba en la esquina de Céspedes y Martí, pero en frente tenía a un gran rival: “Los helados de París”, y a menos de cien metros, donde actualmente funciona la cafetería “El Trópico”, resaltaba por su elegancia el café “Fornos”. Era frecuentemente visitado por estudiantes del Instituto de Segunda Enseñanza, que hasta finales de los años cuarenta radicó en los altos del propio edificio.
Enrique Núñez Rodríguez se refiriere complacido a las fuentes de soda, a los dependientes uniformados, a los sándwich, a los bocaditos, a los helados de todos los sabores; a los piononos, eclears, señoritas y demás dulces del Fornos jamás vistos por el escritor en su natal Quemado de Güines.
Era un edificio con aire neoclásico pero, en honor a la verdad, carente de simetría y belleza. Nuestro insigne coterráneo habla de él como “vetusto caserón con la mampostería agrietada”. Sin embargo, el hacinamiento del zoco, con su verdura fermentada y su inadecuada centricidad, no le parecen tan mal. Y ofrece el retrato de morenas oleosas, tan viejas como el mercado, que mascan tabaco y venden hierbabuena y mangos.
Con el paso del tiempo y el aire de modernidad del cual tampoco escapó Sagua la Grande, aquel zoco se echó abajo para dar paso a una moderna instalación que, al estilo de Carlos Tercero, en La Habana, contó con un ascensor para facilitar el traslado de las mercancías hasta el segundo piso. Suerte de gran tienda por departamentos al mejor estilo USA que se inauguró a finales de los años cuarenta. Hoy el espacioso edificio racionalista alberga al centro telefónico.
Pero nuestra historia de establecimientos comerciales no termina aquí. En la entrada anterior mencioné a las casas de huéspedes. Pero quien tuviera más dinero podía escoger entre una veintena de hoteles con precios diversos. El “Canada”, del cual me contó pormenores días atrás Fabio Bosch Jr. No era de los más lujosos, pero proporcionaba cama y comida de calidad aceptable en un sitio muy céntrico: la esquina de las calles Maceo y Calixto García. Cerca de allí también estaba el Paradero, mucho más amplio. En la última década del siglo XIX se inauguró uno cuyo nombre daba la bienvenida a la centuria por venir: el Siglo Veinte, que tuvo uno de los mejores restaurantes de la Villa del Undoso.
En 1925 se inauguró El Telégrafo, en su momento uno de los hoteles más modernos de la ciudad. En la habitación número cuatro vivió y trabajó por décadas el periodista Tomás -Manino- Aguilera Hernández, acucioso investigador de la historia local y fundador del semanario Mensaje.
Por supuesto, el hotel más caro de la ciudad era el Sagua. Ningún otro disponía de ascensor y sus propietarios aseguraban que era el más lujoso de Cuba fuera de la capital. Pero existían otros hoteles pequeños: el Amaro, la Europa, el Nacional y el Unión. Lo mismo a los grandes que a lo más económicos, se podía acudir sencillamente para comer. Con frecuencia en sus salones se organizaban despedidas de solteros, cumpleaños, bailes y otro tipo de festejos.
Los cafés, donde lo mismo el aromático líquido podía combinarse con dulces, otros alimentos ligeros o refrescos, rodeaban el parque La Libertad. Se sabe de las animadas tertulias que sostuvo con sus anfitriones Federico García Lorca en el café Arizza cuando visitó a Sagua, en 1930. El Arizza se hallaba en la esquina de Céspedes y Martí, pero en frente tenía a un gran rival: “Los helados de París”, y a menos de cien metros, donde actualmente funciona la cafetería “El Trópico”, resaltaba por su elegancia el café “Fornos”. Era frecuentemente visitado por estudiantes del Instituto de Segunda Enseñanza, que hasta finales de los años cuarenta radicó en los altos del propio edificio.
Enrique Núñez Rodríguez se refiriere complacido a las fuentes de soda, a los dependientes uniformados, a los sándwich, a los bocaditos, a los helados de todos los sabores; a los piononos, eclears, señoritas y demás dulces del Fornos jamás vistos por el escritor en su natal Quemado de Güines.
Las zonas alejadas del centro tenían bares menos lujosos, pero igualmente visitados; como el Copacabana, en la Calzada de Backer y el Titina, en Carmen Ribalta esquina a General Lee. Había múltiples establecimientos de este tipo también en Villa Alegre, en Cocosolo, Pueblo Nuevo y otros barrios periféricos. Claro, mención aparte merecen los ubicados en las inmediaciones del río, famosos por ofrecer algo más que servicios gastronómicos.
Antes o después de ver una película, era común comer o beber algo. El teatro Encanto disponía de un café con la misma denominación. En los bajos del Hotel Plaza, justo de donde partían los ómnibus de Prieto, se encontraba el café América, con dulces no menos sabrosos que lo del Fornos. Probablemente en estos mismos establecimientos se escucharon por primera vez las voces de Waldo Gayol Fernández, Pepito Aguilera Hernández, Frank Fernández, Julio Gómez, Hilda Santana, Antonio Machín y tantos otros personajes que nos permiten hablar hoy de una historia de la trova en Sagua.
La existencia de esos sitios trasciende el plano puramente anecdótico para acercarnos a aspectos, sino trascendentales, por lo menos necesarios para hilvanar la historia de Sagua la Grande.
Antes o después de ver una película, era común comer o beber algo. El teatro Encanto disponía de un café con la misma denominación. En los bajos del Hotel Plaza, justo de donde partían los ómnibus de Prieto, se encontraba el café América, con dulces no menos sabrosos que lo del Fornos. Probablemente en estos mismos establecimientos se escucharon por primera vez las voces de Waldo Gayol Fernández, Pepito Aguilera Hernández, Frank Fernández, Julio Gómez, Hilda Santana, Antonio Machín y tantos otros personajes que nos permiten hablar hoy de una historia de la trova en Sagua.
La existencia de esos sitios trasciende el plano puramente anecdótico para acercarnos a aspectos, sino trascendentales, por lo menos necesarios para hilvanar la historia de Sagua la Grande.
1 comentario:
Hola. Me nombre is Nicole y vivo en USA. My abuela nació en Sagua La Grando y su papa nombre es Waldo Gayol Fernández pero quisiera saber si es el mismo señor que esta mencionado en tu publicación. No se si es posible consiguir mas información de Waldo Gayol Fernández?
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